La corrupción no es patrimonio exclusivo de los políticos. Eso es lo que nos gusta pensar, para dormir tranquilos por las noches. Ellos son los malos, nosotros los honrados. Ellos roban millones, nosotros pagamos impuestos. Ellos en sobres, nosotros con nóminas. Qué fácil es construir ese relato. Pero es mentira.
Y tampoco es justo que paguen justos por pecadores. Obviamente pocos políticos son verdaderamente corruptos. Muy pocos. Pero si puede parecer mas doloroso, dada la responsabilidad que les otorgamos.
Pero la corrupción está aquí, en casa, en cada esquina.
No es un defecto de casta, es una enfermedad de especie.
Todos los males son de los hombres. Aunque de legislatura en legislatura necesitemos purgar nuestras propias miserias señalando con el dedo a unos cuantos, como si fueran otra especie, como si fueran un virus ajeno al sistema. Las elecciones, al final, son una ventana de expiación colectiva, una hoguera ritual donde echamos unos cuantos culpables para que el resto sigamos como siempre: mirando hacia otro lado.
Nos gusta hacernos los ofendidos con la corrupción ajena mientras practicamos la picaresca nacional en lo pequeño. Ese pequeño fraude que siempre tiene justificación: “Total, si lo hacen ellos, ¿por qué yo no?”
La ética y la moral son fáciles de sostener cuando no hay tentación. Todo el mundo es honrado hasta que le ponen un sobre caliente encima de la mesa. El verdadero examen viene cuando tienes una llave en la mano y una puerta que nadie vigila.
No hablo por hablar.
Lo he visto cada día:
- El que pide la factura sin IVA para ahorrar un puñado de euros.
- El que invierte tiempo y dinero en conseguir una minusvalía conveniente para escalar en lo social o laboral.
- El jubilado que se cuela en una fila con la mirada perdida, como si colarse fuera un derecho adquirido por años de vida.
- El funcionario que convierte su hora del bocadillo en una ronda por los recados personales. No hay que escarbar mucho: basta con asomarse a cualquier bar cercano a un edificio oficial entre las 10:30 y las 12:00.
- O ese otro que, con plaza fija, por la mañana calienta silla en el despacho y por la tarde trabaja por su cuenta, sin tributar ni cotizar un céntimo.
- Me duele la cabeza, no voy a trabajar, o me voy a urgencias y así tengo un justificante.
- Un golpecito en la parte de atrás del coche, mano a la nuca y collarín a esperar la imdenización.
Lo veo todos los días en la sociedad.
Si paras en un bar el tiempo suficiente escucharás todo tipo de picardías.
Que no es mas que corrupción ciudadana.
Y si bajamos la vista a lo cotidiano, también hay que alzarla para ver la otra gran catedral de la corrupción: las altas finanzas.
Porque aquí no hablamos de funcionarios colándose en la panadería, sino de estructuras completas diseñadas para engañar a millones de personas legalmente.
¿Ejemplos? Muchos. Las preferentes que arruinaron a jubilados en España mientras los directivos se llenaban los bolsillos con bonus. Las hipotecas multidivisa que hundieron a familias enteras mientras los bancos sabían perfectamente lo que vendían. ¿O qué tal los rescates bancarios pagados con dinero público, mientras los responsables salían de rositas y con jubilaciones millonarias? Incluso en lo global: los Papeles de Panamá o Pandora, mostrando cómo las élites económicas diseñan su propio mundo fiscal a medida, fuera del alcance del común de los mortales.
Corrupción no es solo un político metiendo la mano en una caja; corrupción es un sistema financiero entero diseñado para ordeñar a los débiles mientras premia al que juega sucio en alto.
El problema no es solo moral, es estructural. No es que el sistema esté corrupto: es que es corrupción organizada con corbata y despacho con vistas.
¿Y qué decir de los sindicatos? Esa supuesta resistencia obrera frente al poder… que en demasiadas ocasiones se ha convertido en otra aristocracia paralela. No todos, claro. Hay sindicalistas honrados, pero los grandes sindicatos en España hace tiempo que olvidaron el taller y se mudaron al despacho.
Cursos de formación fantasmas pagados con dinero público, liberados sindicales que nadie sabe a qué se dedican, subvenciones millonarias que acaban financiando estructuras opacas. ¿Ejemplos? El escándalo de los ERE en Andalucía, con sindicatos implicados en desvío de fondos destinados a parados. O las famosas «mariscadas sindicales» mientras sus afiliados malvivían entre EREs y despidos.
La corrupción sindical es aún más dolorosa porque traiciona no solo a las arcas públicas, sino a los trabajadores mismos, a los que supuestamente representan. Defender derechos laborales no debería ser excusa para montar chiringuitos paralelos financiados por todos. Pero el vicio es el mismo: cuando se juntan poder, dinero y falta de vigilancia, da igual el color de la bandera o el puño levantado. La tentación es universal.
El ciudadano de a pie es un corrupto en potencia. Lo único que marca la diferencia es si ha tenido oportunidad real de serlo. Solo quien ha tenido poder o tentación suficiente y lo ha rechazado merece de verdad ser llamado ejemplar.
Queremos políticos honrados mientras aceptamos sociedades tramposas, ciudadanos que exigen transparencia pero practican el trapicheo mínimo diario. Una sociedad que ve la corrupción como algo inherente al que manda, sin atreverse a mirarse al espejo.
Así que la próxima vez que te indignen los casos de corrupción, pregúntate primero por cuántas pequeñas traiciones personales te has disculpado con frases como “esto lo hace todo el mundo”.
Porque si algo tengo claro es que la verdadera regeneración empieza por los pequeños gestos. Y que el poder no corrompe: sólo revela lo que uno ya es por dentro.
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