Entre 1999 y 2002 viví de cerca, y en carne viva, el éxito explosivo y efervescente —como una botella de champán agitada por manos eufóricas— de la famosa burbuja .com. Aquella época fue como asistir a una fiesta tecnológica de la humanidad, una celebración histérica del futuro. Todos queríamos estar allí: en la cúspide de algo que no entendíamos del todo, pero que prometía libertad, riqueza y, sobre todo, la sensación de estar en el lugar correcto en el momento histórico exacto.
La realidad, como siempre, tenía otros planes. Mientras algunos levantaban capital con un PowerPoint y miradas hipnóticas, otros nos dejábamos arrastrar por la corriente. En paralelo, Hollywood ya nos advertía —con Matrix como oráculo audiovisual— que la inteligencia artificial no sería tan artificial ni tan inteligente, pero sí eficaz en mantenernos narcotizados por la ilusión. Irónicamente, estábamos aplaudiendo el ascenso de una “NoIA”: una Inteligencia Artificial negativa, inflada de expectativas y vacía de sustancia.
En 2003 ya no pude más. Me bajé del tren en marcha. O mejor dicho, me bajaron. Aterrizaje forzoso, sin paracaídas y con la cuenta bancaria como único testigo de mi retirada. Ruina. No en el sentido romántico del término. Literal. Económica, emocional y existencial.
La reinvención (y un experimento pionero)
Pero los que nacimos en el siglo XX y no nos suicidamos en el XXI tenemos una capacidad casi patológica para reinventarnos. En 2005 descubrí las redes sociales. Era otro mundo. Otro lenguaje. Otra promesa de redención, pero más horizontal. Más democrática. Más… ¿personal?
En 2007, y todavía con el escepticismo instalado de fábrica, lancé la que probablemente fue la primera campaña de social media para un político en España. Se llamaba Lola Gorostiaga —sí, @lolagorostiaga— candidata al Gobierno de Cantabria. Ahí queda el testimonio gráfico, como fósil digital de otra era:
? Campaña Flickr 2007
Fue un experimento. Una intuición. Y, por qué no decirlo, una provocación. Nadie entendía muy bien qué estábamos haciendo. Pero ese era precisamente el encanto: la incertidumbre era parte del guión.
El proletariado digital llama a la puerta
Apenas unos años después, en 2011, observé con cierto desencanto —y no poca tristeza— cómo media España quería convertirse en Community Manager. La profesión de moda. El salvavidas post-crisis. El uniforme oficial del nuevo optimismo digital. Se abrían másteres como setas. Se imprimían tarjetas de visita con titulaciones inventadas. Parecía que, si aprendías a programar una fan page o subir una foto con filtros, ya podías escapar de la precariedad.
Los “mundos de Yupi” estaban de regreso, pero ahora con WiFi y promesas de monetización.
Dos burbujas, una misma esencia
La diferencia entre aquella burbuja .com y esta del social media radica en el nivel de atomización de la expectativa de éxito.
En la primera, caían gigantes. Se inflaban balances corporativos, se hablaba de rondas de inversión con más ceros que sentido común. Era un fenómeno macro, mediático, bursátil.
La segunda fue más silenciosa, más doméstica, más micro. Afectó a la gente corriente, a ese proletariado digital emergente: diseñadores freelance, CM’s a 600 euros, blogueros sin lectores, microemprendedores con marca personal pero sin clientes. Una economía de la esperanza, pero mal pagada.
En esencia, el concepto era el mismo: alimentar ilusiones sin garantizar resultados. Vender futuro a plazos, con intereses emocionales altísimos.
Formación transversal, sin mística
Hoy, más de 20 años después, tengo una certeza sin épica: los social media no van a cambiar el mundo. No van a tumbar gobiernos, ni crear comunidades conscientes, ni garantizarte independencia financiera. Van a ser —y ya lo son en parte— una habilidad transversal. Como saber inglés. Como manejarte en una hoja de cálculo. Como saber escribir un email sin faltas de ortografía ni emojis innecesarios.
Sí, serán parte de la educación formal. Tendremos asignaturas sobre identidad digital, gestión de la reputación online, incluso narrativa para redes. Todo eso. Pero será como aprender a usar un navegador. Necesario, pero no revolucionario. Básico, pero no transformador.
Porque el verdadero cambio no está en las plataformas. Ni en el algoritmo. Ni en los trending topics. Está, si acaso, en la capacidad del individuo para pensar críticamente dentro de un sistema que lo prefiere dormido y entretenido.
Y eso —por desgracia— no se enseña en ningún curso de Community Management.
Entradas relacionadas: